Día 1º de enero. Estaba almorzando con un amigo en un restaurante céntrico de São Paulo, modesto pero de clase media tradicional. Ya eran casi las dos de la tarde, y por las pantallas de TV colocadas em ambas puntas del salón, daba para ver la caravana saliendo de la Granja del Torto, llevando para el Congreso a la flamante presidenta. En el momento en que me levantaba para retirarme, en la mesa de al lado, donde había un matrimonio de edad y otro joven, escucho al muchacho de unos 35 años, comentar bien alto refiriéndose a Dilma como “la terrorista”.
Tuve ganas de gritarle una grosería. Pero me limité a una fina ironía dicha también en alta voz, con un gesto de desprecio ante tamaña ignorancia. Juro que sentí bronca, porque esa es la consecuencia de esconder la basura debajo de la alfombra.
Quien luchó contra el arbítrio y la dictadura, no puede ser llamado de terrorista. Si vamos al diccionario de la Real Academia, leeremos que terrorismo es “Sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror.” No se pueden distorcer las cosas de esa forma.
Quien ejercía la violencia de las botas,
quien dominaba por el arbítrio, determinando qué se podía y qué no se podía,
quien conculcó los derechos ciudadanos imponiendo su voluntad corporativa fue la casta militar, ampliamente bendecida por una Jerarquía eclesiástica corrupta y a-evangélica (perdón por la introducción del término, pero no encuentro otro para señalar la falta total de contenido evangélico) y por último, asesorada por una clase dirigente que entre políticos de turno y empresarios “asesores” manejaban a piacere los hilos detrás del biombo. Con las particularidades propias de nuestros países, esas fueron las dictaduras militares de nuestro continente.
La mujer que hoy gobierna este país nunca ha hecho alharaca de su condición de presa política, de torturada, de combatiente de la dictadura. Pero nunca lo ha negado, ni se ha rectificado de su pasado. Y en su discurso de posesión, lo ha explicitado en forma clara y sencilla. Dijo en el Congreso:
Queridas brasileras y queridos brasileros, llegamos al final de este largo discurso. Quería decirles que dediqué toda mi vida a la causa del Brasil: entregué, como muchos aquí presentes, mi juventud al sueño de un País justo y democrático; soporté las adversidades más extremas, infligidas a todos los que osamos enfrentar al arbitrio. No tengo cualquier arrepentimiento, pero tampoco tengo resentimiento ni rencor. Muchos de mi generación que cayeron por el camino no pueden compartir la alegría de este momento. Divido con ellos esta conquista y les rindo mi homenaje.
Los que luchamos por la libertad, los que enfrentamos como podíamos a la Bestia asesina que pisoteaba nuestra dignidad ciudadana, NUNCA fuimos terroristas, carajo! Éramos llamados, si, de subversivos, por la prensa gorila que siempre respondió a los intereses de las clases dominantes.
Pero la verdad que los que querían subvertir el orden natural eran ellos, desconociendo la dignidad de todo ser humano, para ponerla en el dinero o el poder, como en la Edad Media. Un país de “señores” y de “esclavos”, de “gente esclarecida” y de “populacho”.
La historia la escriben los pueblos, muchas veces con sangre, y siempre con sudor y lágrimas. Los que la cuentan, o intentan contarla, eso es otra cosa. Pero la verdad, esa siempre termina apareciendo. Porque igual que la Justicia, tarda pero llega.
El proceso de cambio siempre se produce con los esfuerzos de una sociedad que tiene dentro de sí, fragmentos y facciones de toda índole. La aceptación y la tolerancia escasean en la realidad de los seres humanos... Ojalá vayamos aprendiendo cada vez más...
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